Hace
muchos, muchos años, alguien me dijo que la vergüenza no sirve de mucho. Y
ahora, muchos, muchos años después, le doy la razón.
Cuando yo
iba en quinto año de primaria, mi madre fue a la escuela, no recuerdo a qué,
pues realmente fue en pocas ocasiones. Aprovechó para hablar con mi profesora.
Dicho sea de paso, esa profesora si me caía bien, era entretenida, yo no me aburría
en sus clases; pero siempre terminaba mis tareas antes que los demás y me
dedicaba, entonces, a distraerlos. En la plática y sin venir al caso, a mi
madre se le ocurre contarle a la profesora, que a mi no me gustaba bañarme. En
ese instante quise refutar la ley de la conservación de la materia, quise desaparecer
de la faz de la tierra. Creo que me puse
de todos los colores, sentía las orejas rojas del coraje que me dio que a mi
mamá se le ocurriera contarle semejante intimidad a la profesora, como si ella
nunca hubiera dejado de bañarse algún día.
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