jueves, 2 de julio de 2009

IDEAS

Tuve que hacerlo, no me dejaste otra alternativa. Te dije que no se te fuera a ocurrir cambiarme por otra, te lo advertí desde el principio pero no me creíste capaz de hacer cualquier cosa. Si no eras mío no ibas a ser de nadie.
Cuando me di cuenta de tus ausencias, de tu falta de ganas, de tu hartazgo, supe que ya no eras mío, pero decidí dejar el curso de las cosas por si reconsiderabas. No sabía con quien me engañabas, si era una en particular o con muchas, con la que se dejara, con la que estuviera sola en ese momento o disponible.
Decidí seguirte sin que me vieras.
Descubrí tu rutina de casa al trabajo y del trabajo a la casa. Descubrí que tenías un estacionamiento con tu nombre para que no te molestaras en buscar, lo cual habla de la estima en la que te tiene la empresa. Raras veces te asomas por los enormes ventanales de tu oficina. La vista es maravillosa, pero la agorafobia te impide disfrutarla. Tu secretaria llega 10 minutos antes que tú. Después de dejar su bolso en el escritorio, presta hace el café para que cuando abras la puerta, la cafetera esté aventando la última gota de café colado que llenará tu taza con dos cucharas de azúcar moscabado. La odio. Siempre usa faldas que demuestran sus curvas. Me pregunto cuantas veces le encimaste las manos. Después me ocuparé de ella.
Descubrí que no mentías cuando decías que ibas al dominó los jueves por la noche. Salías convertido en un gusano de maguey. Ignoro como llegabas ileso a tu casa, abrías los dos candados de la puerta de entrada y subías las escaleras sin caerte. Debes de tener una gran tolerancia, por que no cualquiera aguanta cinco horas seguidas de alcohol. Con tanta cerveza que tomas era para que tuvieras un abdomen bastante abultado. No sé como conseguiste evitarlo.
Me di cuenta de cómo te comías con los ojos a cuanta mujer te pasaba por enfrente. No distinguías edades, colores, tamaños ni formas. Así fuera una escoba, tú la atravesabas con la mirada. Una ocasión estuve a punto de salirte al paso y reventarte la cara a bofetadas, pero me mordí el índice derecho para calmar el ímpetu de hacerlo. No iba a echar a perder lo que había planeado por un momento de rabia. Me tranquilice y decidí picar las llantas de tu camioneta que recién habías comprado, una noche antes de irnos de viaje por carretera. Estabas profundamente dormido, el somnífero disuelto en la cerveza que te tomaste con la cena hizo su efecto. Yo no pude dormir de la emoción esperando el momento para levantarme de tu lado, bajar a la cocina para beber un vaso con agua y de paso tomar el pica hielo que tenías olvidado en el cajón de las cucharas, salir al jardín por la puerta de atrás, llegar al estacionamiento donde estaba la camioneta ya cargada con lo que nos llevaríamos al viaje: La hielera, las sillas, la casa de campar, la caña de pescar. Piqué las dos llantas traseras, las que quedaban cerca de la banqueta. Ese fin de semana decidí perdonarte.
Continué siguiéndote para ver si descubría algo más.
Y descubrí que cuando llegabas tarde a nuestras citas era por quedarte leyendo el periódico en el bar del dominó. Después del trabajo llegabas por una cerveza y por un espacio tranquilo en el cual pudieras meterte en el periódico a descubrir qué había sucedido durante el día en el cual tú estabas absorto en asuntos menos importantes para el mundo en tu oficina. Y por eso eran las impuntualidades al cine, o a cenar, o al teatro que no te gustaba. Y ahí estaba yo en mi departamento, esperando que llegaras, molesta y preocupada sin saber que no tenías la mínima intención de llegar a tiempo. E imaginaba que estabas con alguien que no era yo. Y te quería matar por ello.
Cuando nos invitaron a la boda del hijo de tu jefe acepté ir, pero a ultimo momento me fingí enferma para que fueras solo y poder espiar cómo te comportabas sin mí en un evento social. Te divertiste mucho, reías; bailaste toda la noche con alguien que no era yo, siempre con la misma, no logré identificarla. Te veía desde la puerta de los meseros que amablemente me dejaron pasar, son las ventajas de parecer gente decente. Pasaste frente a mí justo cuando ponías tu mano debajo de su espalda y la besabas. Al poco tiempo te saliste de la fiesta con ella. La subiste a tu coche, le abriste la puerta. La llevaste a su casa. Saliste tan rápido del auto que olvidaste poner la alarma. Te invitó a pasar. Aceptaste. Saliste antes de que el sol lo hiciera. Ya en el trayecto descubriste el vidrio trasero completamente estrellado.
Para celebrar tu cumpleaños preparé tu comida favorita: Sirloin a las finas hierbas. Me alegra que tu mejor amigo y su mujer aceptaran la invitación. Al parecer a todos les gustó la cena. Tu porción fue hecha exclusivamente para ti con una mezcla especial de hierbas comunes y corrientes, preparadas con la finura de un ancestral veneno orgánico. La porción exacta de hierbabuena, albahaca, romero y orégano sazonados con pimienta negra en polvo y medio ajo molido. Todo en cantidades suficientes para acelerar tu corazón.
Te dije que si no eras mío no serías de nadie.

La sonrisa permanente

Divorciarse en los tiempos modernos es cosa de todos los días. Pero divorciarse después de haber parido ocho hijos del marido con el que se estuvo casada por treinta y siete años, es otra cosa.
María Clara fue madre al año de haberse casado con un muchacho al que había visto dos veces en Cuitzeo. Nicasio era un buen hombre, la trataba bien y le proveía de lo necesario para vivir. Utilizaron el matrimonio como un escape, sin saberlo ambos querían un cambio de vida. Y aunque sentían atracción el uno por el otro, no había tiempo para dejar crecer el afecto, el hambre apremiaba y había que hacerse cargo de ello. Después de la llegada del tercer hijo, decidieron probar suerte en otro lado y se mudaron a La Conquista, que en aquellos años significaba abundancia. La vida les cabía en dos maletas. Se instalaron en el segundo piso de una vecindad del centro de la ciudad, fea y pobre, descolorida, llena de basura y perros flacos pesados de pulgas. Vivieron ahí cerca de diez años en los cuales procrearon cuatro hijos más. Nicasio era chofer de camión de carga y trabajaba desde antes de que el sol se asomara a la tierra. El cambio de vida no le quitó sus buenas costumbres. María Clara se dedicaba al hogar y a los hijos. Y al intercambio de ideas con sus vecinas, actividad en la que le empleaba demasiados minutos del día.
Los primeros años de su matrimonio se la pasó amamantando la mayor parte del tiempo. Los hijos grandes se ocupaban de los pequeños, ya que a María Clara con dificultad le alcanzaba el día para hacer comida para tantos, lavar y planchar la ropa, asear la casa y estar al pendiente de todo por cuanto pasaban los vecinos y los protagonistas de la telenovela de las ocho.
El trabajo de Nicasio no se notaba, los gastos familiares aumentaban y el ingreso seguía siendo el mismo. Con el paso de los años y un montón de carencias materiales, lograron ahorrar lo suficiente para comprar una casa en una colonia marginada fuera de la ciudad, sin imaginar que dentro de varios lustros esa propiedad aumentaría muchas veces su valor monetario, además del sentimental. En esa vida llena de hijos y de pobreza, nadie conocía las caricias: ni entre padres e hijos ni entre esposos. Para entonces los hijos mayores trabajaban al tiempo que iban a la escuela, por lo que la carga para Nicasio disminuía mientras su vida se hacía más cómoda.
María Clara aprendió a leer a la par que su hija más pequeña, pareciera que madre e hija cursaban la primaria juntas. Con la lectura, María Clara descubría nuevos mundos. Todo lo que para ella era novedad, para sus hijos era cotidiano. Se pasaba horas leyendo libros, periódicos y hasta las latas de comida. Al darse cuenta de que el aporte de Nicasio no era suficiente, decidió volverse comerciante dela noche a la mañana, con tal de proveer a sus hijos lo que iban necesitando. Gastaba cada vez más en las escuelas y el proveedor original se estaba quedando corto. Los hijos mayores empezaban a hacer sus vidas aparte, pero aún quedaban los pequeños, por lo que María Clara no le pidió parecer a su marido y empezó a contribuir con el gasto, lo que la convirtió en las tijeras que cortaran la cadena de toda una generación de amas de casa en su árbol genealógico.
Pasaron los años dejando a María Clara y Nicasio solos, después de que el último de sus hijos se casara. Se dieron cuenta que hacía mucho tiempo que no sabían nada uno del otro, o que en realidad nunca se conocieron. Se veían a diario a la hora de comer y de dormir, solo cruzaban dos o tres frases, sin la mínima pizca de afecto pero cargadas de rutina. Nicasio se jubiló y pasaba las horas en el taller mecánico que hizo en el patio de la casa. María Clara cada vez era más exitosa en sus ventas, al grado que pudo comprarse un carro para ampliar su área de trabajo. Así empezó a conocer a mucha gente de varios lados, de diversos oficios, de todos los niveles sociales y económicos. Se hizo de amigas con las que se iba a desayunar, otras con las que iba de compras. Tenía clientes para los que no pasaba desapercibida. Y conoció miradas que nunca imagino que existieran, que la emocionaban y sonrojaban, miradas que la envolvían en un abrazo cálido y le hacían sentir algo nuevo y desconocido hasta entonces, algo agradable, que le dejaba la sonrisa en el rostro por varios días.
Nicasio cada vez la veía menos. Un buen día se dio cuenta de la sonrisa que estaba instalada en el rostro de María Clara. Las pocas veces que coincidían él aprovechaba para reclamarle sus prolongadas ausencias. Se burlaba de la nueva vida de su mujer, le criticaba su atuendo o su peinado o lo que fuera. Se inventó una enfermedad para llamar la atención, pero María Clara seguía con la sonrisa estacionada en los labios. En automático le servía el desayuno, le arrimaba sus medicinas y antes de que Nicasio pudiera continuar con los reclamos, salía corriendo alegando querer ganarle al tráfico, algo que nunca se imaginó que fuera a salir de su boca.
María Clara salía a ponerse en contacto con las calurosas sensaciones que tanto le gustaban.
Un día como cualquier otro, le anunció a Nicasio que se iba de la casa, que lo dejaba. Nicasio pensó que era otra nueva locura de su mujer, decidió no darle importancia y optó por contestarle con evasivas. Al darse cuenta María Clara que no era tomada en serio, decidió hablar con todos sus hijos y participarles de su decisión. Tuvo como respuesta todo tipo de reacciones de las más inesperadas: Risas de parte de los más nerviosos, llanto de algunas hijas, carcajadas y gritos de los hijos más tradicionalistas. Aunque finalmente todos acabaron por aceptar la decisión de su madre, preguntándose si su padre la golpeaba, la maltrataba o la engañaba. Lo que no imaginaban era que María Clara conoció un nuevo mundo en el cual Nicasio no cabía, en el que había sensaciones agradables, miradas que le provocaban algo que no sabía como llamarle, pero que sabía que la hacían feliz.
A todos les sorprendió que ya tuviera donde vivir, lo que les hizo pensar en todo el tiempo que gastó planeando su decisión. También se preguntaban si había algún hombre en la vida de su madre. Como si se hubieran ofendido ellos mismos, de inmediato borraron esa idea de sus mentes, mientras que notaban la sonrisa instalada en la cara de su madre sin la mínima intención de desaparecer.
Tu madre conoció la pasión, le dijeron a la más pequeña. Esa frase bastó para que le retirara el habla a su mejor amiga por espacio de tres meses.
Nicasio estaba devastado. Aquella supuesta enfermedad resultó ser angina de pecho. Al llegar a su casa y ver la soledad que ahora lo acompañaba, su cuerpo externaba lo que su alma sentía; conoció la palabra insomnio, aprendió a recordar detalles que nunca antes tomó en cuenta. Valoró la comida caliente y la cama con su mujer al lado. Añoraba la hora de la cena, llena de hijos y de gritos. Todos los recuerdos aparecieron con la ausencia de María Clara. Un día se descubrió llorando. No recordaba la última vez que lo había hecho. Lloró tanto y cuanto lloran los hombres abandonados. Se quedó en los brazos de Morfeo con los ojos mojados y suspirando. Y en un suspiro, aquellos suspiros empezaban a ser una manifestación de su angina de pecho. La última imagen en su mente fue la de María Clara con su sonrisa permanente.