Pocas cosas disfruto tanto, como bañarme los domingos. A la hora que sea que me haya dado la gana entrar a la regadera, lo hago despierta, en mis cinco sentidos y después de tomarme un café. No dormida, como entre semana.
Disfruto la sensación del agua tibia cayendo sobre mi. Siento como mi cabello se va mojando todo. Tranquilamente tallo cada centímetro de mi piel con estropajo con jabón. Me doy tiempo para exfoliarme las nalgas y los brazos, es un lujo que por las prisas, no siempre me puedo dar. Con toda la calma del mundo me rasuro las piernas, detenidamente puedo ver las escasas arañas en formas de varices que eventualmente poblarán mis piernas. Puedo desenredar mi largo y ondulado cabello con suavidad, evitando los estirones desenfrenados.
Al salir del baño me humecto pausadamente la piel que recientemente he lavado, otro lujo que no siempre me puedo dar. Una crema para las piernas, otra para el pecho y el cuello, otra para los codos y otras dos para la cara.
El baño del domingo es algo así como el cálido abrazo que me doy como recompensa de una semana ajetreada. Aunque sea para ponerme de nuevo una pijama, ahora limpia.
En fin. Yo si me baño los domingos.
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