¿Será que por ser viejos nos permitimos ser impertinentes? ¿Por haberlo aguantado todo? ¿Sufrido todo? ¿Quién nos manda a aguantar y sufrir nada? ¡A la chingada!
Daba la bienvenida el director de orquesta, solemne y colorado y regordete él, dijo algo que no se escuchó (prefiero a García Barrios con su flaca fealdad). La señora envuelta en una sutil elegancia se levanta y le hace la seña de que no se le escucha. Por allá otra señora le grita, leyó usted bien, le grita que no se oye. Al director le vale madres, continua su discurso unos segundos más, se da la vuelta y empieza el concierto.
Me dió miedo llegar a vieja y convertirme en una señora impertinente, de esas que manejan de la chingada, super despacio en plena vía rapida en el carril de enmedio: Voy derecho y no me quito. Es encabronante.
La Lupe no llegaba a los 55 años y se creía con derechos de anciano, tales como estacionarse para la fregada, manejar despacio, hacer pendejadas con disculpa, y así un monton de situaciones que nos hacían reflexionar al respecto. Será que al llegar a su edad haremos lo mismo, pensabamos en voz alta y en grupo. Ni madres, dijo el Fernando, mi jefe no es tan guey y tiene setenta. La consigna fué no disculparle sus pendejadas, pero con todo respeto. Y poco a poco entró al carril, a veces enmulada, a veces aceptando su error. La vida le cobró altos intereses a los pocos años. De ese cargo nadie nos salvamos.
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