jueves, 18 de diciembre de 2008

coincidencia

El bar del hotel Bugambilias era pequeño, pero estaba solo como casi siempre y a media luz, con la televisión encendida y el cantinero secando copas detrás de la barra. Le pedí que me sirviera un cavernet para matar el tiempo mientras esperaba a Carlos. Eran las siete y media, tenía ya quince minutos de retraso. Me termino la copa y me voy, pensé. En la televisión pasaban una película ochentera, lo supe por el atuendo de los desconocidos actores y los aretes grandes y ridículos de las actrices. Cuando iba a media copa pasaron los quince minutos de gracia. Me quedé viendo hacia fuera, la noche era muy negra, no salieron la luna ni las estrellas, o por lo menos en ese cuadro no estaban presentes. Perdí la noción del tiempo cuando llegó Raúl y me preguntó si me podía acompañar. Claro que si, le contesté. Mucho gusto, Raúl. Era moreno, medía como un metro noventa, fornido y de manos grandes. Fue lo primero que le vi: las manos al saludar. ¿Por qué tan solita? Preguntó. Si supiera lo ridículo que me parecen los hombres cuando hacen esa pregunta, pensé. -Esperaba a alguien que ya no llegó. Pues que suerte tengo que no llegara, de lo contrario no hubiera podido llegar y presentarme.
- Muy cierto, contesté. En ese momento supe que el tiempo que tardé en arreglarme para Carlos, no fue en vano ni fue para Carlos.
Iniciamos una atípica conversación para dos personas que se acaban de conocer. En lugar de preguntarme mi nombre y si estudias o trabajas, me sorprendió con una pregunta directa y sin tapujos: ¿Cuál es tu posición favorita para el sexo? Creo que respondieron primero mis ojos, pues sentí que los abrí de más. Todavía no pensaba en la respuesta cuando Raúl se echó a reír a carcajadas, al tiempo que yo sentí cómo subía mi temperatura. -Es broma, me dijo. Solo era para romper el hielo. Pues con esa pregunta puedes romper hasta los polos, conteste.
Y efectivamente, el hielo se rompió.
Pero si me quieres contestar, no estaría mal, me dijo. Decidí seguir con la conversación. - Pues depende de con quién esté. Hay con quienes una posición me parece fabulosa, pero la misma no resulta buena con alguien más. Depende si lo estoy haciendo con un alto y fornido como tu, o con uno chaparro y gordo, o con uno de mi misma estatura. En fin, depende del otro. La respuesta que le dí no le satisfizo mucho, me escuchaba al tiempo que le daba pequeños sorbos al whisky con el que llegó a instalarse en mi mesa.
-Y con alguien como yo ¿qué posición te gusta más? Preguntó mientras me envolvía con su mirada. No sé, creo que no lo he hecho con alguien tan grande como tu.
-Pues yo si lo he hecho con alguien de tu estatura. Mides como uno sesenta y cinco, ¿no? Así es. Tienes buen ojo además de manos grandes.
El cantinero llegó a ofrecerme otra copa. Sírvale, contestó Raúl, a menos que no quieras seguir acompañándome. Gracias, le contesté instintivamente al cantinero, que me había visto llegar sola. Por un minuto reparé en lo que él pudiera pensar, lo cual me sorprendió, ya que no es mi costumbre indagaren el pensamiento de los demás. Voy llegando de México y tuve la buena suerte de hospedarme en éste hotel; generalmente llego al Marriot, pero hoy decidí quedarme aquí y que bueno que lo hice.
- ¿Por qué?
- ¿No es obvio? Por que me encontré contigo.
- Ah! Gracias. Si, ha sido una gran casualidad, por que yo esperaba a alguien más, contesté.
- Que no llegó, me dijiste. ¿Y a donde irías? Si no es indiscreción.
- Sí es indiscreción.
- Pues que suertudo el que no llegó, me dijo mientras empezaba a deslizar su
mano en mi rodilla derecha, que era la que le quedaba mas cerca. Pero me gustaría que ahora el de la suerte fuera yo. ¿Por qué no me acompañas a mi habitación? Cuando me di cuenta de que no había estado nunca con un hombre tan grande como él, me dio curiosidad, por lo que sin pensarlo dos veces le dije si. Tomó mi copa y su whisky y nos dirigimos a su habitación, la doscientos nueve.
Subimos al segundo nivel, él detrás de mí; pasamos tres habitaciones hasta llegar a la suya. Supuse que no había mucha gente hospedada, pues el bar estaba solo. Me dio mi copa para sacar la tarjeta con la que se abría la puerta, al tiempo que me estampaba un beso en los labios.
La habitación tenía unas gruesas y floreadas cortinas cerradas y solamente una pequeña lámpara encendida. Dejamos los tragos en una mesa y me cargó como si nada, haciendo que mis piernas abrazaran su torax. Empezó a rodearme el cuello con la lengua y a sobarme los muslos y las nalgas, hasta que me recostó en una de las dos camas y me hizo sentir todo su peso. Ciento diez kilos, supuse. Traía puesto un pantalón de tela suave, por lo que pude sentir fácilmente su erección. La tiene grande, pensé, y sentí. Empecé a desabrocharle los botones de la camisa de manga larga que traía, mientras él se ocupaba de quitarme el frío con sus manos. Tenía el dorso plano, con pelos en el pecho, sin llegar a la exageración. Deslice mi mano para abrirle el pantalón, lo cual le provoco un temblor que pude sentir. Mientras él se quitaba los zapatos, yo le bajaba el cierre para matar mi curiosidad. Quería verle el pene, necesitaba ver de que color éra, si estaba circuncidado o no, si lo tenía grande o pequeño, si lo tenía grueso o delgado. Le baje el pantalón de un lado y luego del otro lado. Traía puestos calzones tipo truza de la misma marca que usaba mi papá. Al verle los calzones blancos, supuse que tendría como cuarenta y nueve o cincuenta años, que en realidad no aparentaba. Los morros generalmente usan boxers, por eso me gustan más que los rucos, recordé. Le pase la mano por encima de la truza y se le escapó un gemido, mientras se deshacía de lo que yo traía puesto. No pude esperar más y le bajé la truza para ver lo que escondía. Para mi grata sorpresa lo tenía grande, circuncidado y grueso. Valió la pena la encuerada, pensé al tiempo que mi mano lo recorría desde la punta hasta los testículos. En un movimiento que no percibí, ya lo tenía encima, abriéndome las piernas y preparándose para meter su gran pene en mí, que no estaba acostumbrada a semejantes dimensiones.

Resultó ser un experto en las artes amatorias. Sabía perfectamente cuando subir o cuando bajar, cuando detenerse y cuando seguir. Aunque visualmente daba mucho que desear: sus facciones eran asimétricas, dientes tan pequeños que apenas se le notaban, tenia una cicatriz que evidenciaba su ausencia de vesícula y otra su ausencia de apéndice. Me pregunto si la falta de un pedazo de sí mejora alguna otra función, pues había pasado una hora desde que entramos a la habitación y no dejé de disfrutarlo ni un solo momento; tenía un lunar en la espalda, que más bien era una verruga y me daba un poco de asco, pero si no pasaba la mano por esa área lo olvidaba. Su atractivo principal era un hermoso pene de muchos centímetros de largo y grosor al cual no le puse ninguna objeción. Sabía como disfrutar y hacer disfrutar. Al principio creí que los 35 centímetros de diferencia de estatura serían un problema, pero fue todo lo contrario. No tuve que preocuparme si es que yo le parecía muy pesada cuando lo cabalgaba ni nada de esas cosas desagradables que de repente asaltan mi cerebro. Fueron dos orgasmos en menos de hora y media, lo cual le valió para que dejara mi número telefónico en una servilleta sobre el buró antes de salir, teniendo como música de fondo sus desagradables y escandalosos ronquidos.


ans

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